

Filipinas, el país con mayor población católica de Asia, conmemoró este Viernes Santo con una de las tradiciones religiosas más impresionantes y controvertidas del mundo: crucifixiones reales, flagelaciones públicas y procesiones multitudinarias que recorren diferentes regiones del país.
En la localidad de San Fernando, en la provincia de Pampanga (al norte de Manila), varios penitentes se clavaron las manos en cruces de madera, guiados por los llamados martilleros, en un acto de devoción que sigue atrayendo a cientos de fieles y curiosos cada año.
Uno de los protagonistas de esta tradición es Ruben Enaje, un obrero de 64 años que este año se crucificó por 36ª vez en la aldea de San Pedro Cutud, como agradecimiento por un milagro: sobrevivió a una caída de más de nueve metros cuando se derrumbó el andamio de bambú en el que trabajaba.
“Llegamos a ser 44 ‘Cristos’, ahora solo quedamos tres”, recordó Enaje en entrevistas a medios locales, lamentando que la tradición esté en riesgo de desaparecer.
En otras zonas del país, como Rosario, en la provincia de Cavite, decenas de hombres desfilaron con las cabezas cubiertas y el torso desnudo, autoflagelándose con látigos mientras caminaban por las carreteras. Luego, se bañaron en espacios públicos para limpiar la sangre de sus espaldas, en una práctica cargada de simbolismo religioso.
En Manila, capital del país, miles de devotos caminaron descalzos durante 11 horas en la tradicional procesión de Jesús Nazareno, una de las más concurridas y solemnes de Filipinas. El evento fue vigilado por más de 3.000 agentes de policía, según reportaron medios locales.
A pesar de las críticas de algunos sectores que consideran estas prácticas excesivas o incluso peligrosas, muchos filipinos las defienden como una muestra de fe profunda, sacrificio y gratitud durante la Semana Santa.